martes, 2 de mayo de 2017

La llama Eterna

Por Sebastian Ortiz e Iván Arellano, 4° "M" y "C".

Era en aquellas épocas cuando el dios Tupá se encontraba solo. Esta soledad fue lo que lo llevó a crear a sus hijos, los dioses elementales. Como él poseía el poder de la energía decidió transmitírsela al mundo que ya conocía. Primero decidió darle un poco al aire, creando al viento. Luego, siguió con la tierra, generando vida.
Tupá estaba feliz con lo que había hecho, por lo tanto decidió continuar con la creación; las nubes fueron las siguientes en recibir la energía y de éstas se originaron los rayos y los relámpagos. El dios al que le correspondieron estos elementos se llamó Jiatory. Este estableció una relación muy cercana con su creador, tanto fue así que recibió el don de la creación; cada vez que los rayos impactaban en el suelo una llama se formaba y daba origen al fuego, el cual permanecía ardiendo, pero con el tiempo se debilitaba y terminaba apagándose.
Amandao, el gobernante de las tormentas de arena, era un dios menor y poco respetado, ya que no era un descendiente directo de Tupá, sino que había sido generado gracias al dios del viento y a la diosa de las arenas y los desiertos. Sus celos lo dominaban y deseaba poder y atención, dos cosas que el fuego poseía.
Durante los siguientes años la vida continuó propagándose por la Tierra. Los humanos ya se encontraban habitándola y dominando a las demás especies.  Los hombres se encontraban en todo lugar; desde praderas fértiles hasta desiertos hostiles. El más significativo de estos era el Gran Desierto de Tabicua.
Dos civilizaciones habían logrado prosperar sobre ese mar de muerte. Una de estas había sido formada por un grupo de nómadas que, gracias a una sofisticada técnica de arado, pudo asentarse. Este asentamiento dio lugar a la creación de Terra, la mítica ciudadela del desierto.
Mientras esta era construida, otro grupo de viajeros, la tribu Karí-Karú, decidió imitar la técnica de cultivo. Pero, poco a poco, fueron comprendiendo que no estaban al nivel de sus vecinos. Aun así no desistieron y continuaron luchando contra la muerte para permanecer firmes en el lugar que querían considerar hogar.
Resistieron con coraje, pero fue en ese momento cuando una tormenta de arena comenzó a azotarlos. La fiereza del ataque parecía nunca dejar de aumentar, cada vez sus ojos podían ver menos.
Fue en la ceguera que pudieron oír una voz. Provenía de todos los ángulos, y era tan fuerte que el sonido provocado por la arena y el viento era apenas audible.
- Adoradme, débiles criaturas de carne y hueso. Amandao os lo ordena.
Los Karí-Karú comenzaron a postrarse y a rezar al nombre de la voz que oían, pero la tormenta no se apaciguaba. La orden se repitió. La tribu no podía hacer otra cosa más que obedecer, el viento no les permitía moverse y la arena se incrustaba en sus ojos si intentaban siquiera abrirlos durante unos segundos. La imagen de rostros ensangrentados y cuerpos cortados por la arena, sumada a los llantos desesperados combinados con alabanzas forzadas permanecería oculta por la tormenta durante un largo tiempo. Era el infierno.
Fue luego de una semana que un mensajero llegó al palacio de Terra. El hijo del líder que gobernaba a esa majestuosa ciudadela, Tirri, lo recibió.
  - ¿Qué ocurre?
- Mi majestad, han llegado noticias de que la tribu vecina está siendo azotada por una feroz tormenta de arena desde hace ya siete días.
El príncipe no pudo evitar sentir angustia por el pueblo. Él era un joven bondadoso y siempre estaba dispuesto a ayudar a la gente, sin importar que no fueran los suyos.
Agradeció al mensajero y se empeñó en buscar una solución para dar fin al sufrimiento de los Karí-Karú. Concluyó con que ir hasta la capilla de Jiatory, su dios, para rogarle que por medio de su tormenta disipara la que se encontraba generando estragos, era la mejor opción. Rápidamente armó los preparativos necesarios para la travesía.
  Ante todo, priorizó la ofrenda que debería darle a la divinidad. Consistía en una gran variedad de especias y la sangre de un camello. Seguido de esto, seleccionó a veinte de sus hombres más confiables para que lo acompañaran en todo el trayecto. Eran la élite de Terra. 
   Al instante en el que los preparativos finalizaron, los grandes portones de piedra caliza se abrieron, todos los hombres salieron con un grito de fervor que anunciaba el inicio de la expedición que buscaría salvar a la tribu que aún permanecía en agonía.
  El viaje resultaría agotador. Los viajeros deberían combatir contra la naturaleza y el cansancio. El altar de su dios se encontraba en un lejano bosque. Las inhóspitas tierras que les deparaban no fueron clementes.
Tras seis días de constante marcha, llegaron a la capilla de la divinidad a la cual buscaban. Lamentablemente, solo cinco hombres, incluido su líder, fueron los que lograron sobrevivir al camino.
Tenían que realizar la ceremonia. Tirri preparó el incienso que luego fue depositado sobre la mesa que se encontraba en aquella capilla.
No pasó mucho tiempo para que las nubes se precipitaran sobre ellos y el Sol desapareciera. El silencio absoluto se sintió durante unos instantes. Aquella paz desapareció con la llegada del colosal estruendo proveniente de un rayo que se presentó frente a ellos. 
  Por primera vez, estos hombres se encontraban en presencia de un dios. La majestuosa figura triplicaba en tamaño a los humanos y de ésta se desprendía un aura luminosa. 
  - ¿Quién ha llamado a Jiatory, gobernante del rayo y la tormenta?
El estruendo de la voz podía oírse a kilómetros
  - Mi dios, Tirri, el príncipe de Terra te ha llamado.
- ¿Cuál ha sido el motivo que te ha llevado a interrumpir mi descanso?
- Una tribu vecina está siendo azotada por una feroz tormenta de arena y sus habitantes están sufriendo. Nos acercamos a ti para solicitar tu intervención.
Cuando oyó esto, el dios recordó lo ocurrido con Amandao y comprendió lo que ocurría. Decidió que la forma para terminar con él sería dejar que su hijo, el gobernante de las llamas, acabara con todo.
  Un segundo rayo descendió, impactando frente al joven heredero de Terra. Una intensa flama se generó en aquel lugar. Asombrados por tal fenómeno, los hombres preguntaron:
  - Oh, Jiatory, ¿Qué maravilla se nos está siendo permitida observar con nuestros indignos ojos?
- Están ante presencia de mi hijo, el gobernante del fuego. Su poder es incalculable, mucho mayor al de Amandao. Grandes tristezas hemos pasado a causa de sus repetidas desapariciones. Pero ahora es vuestro deber mantener viva a mi preciada creación. Llevadlo a vuestras tierras y no dejéis que el fuego deje de brillar. 
  Y así hicieron los hombres; tomaron varias ramas secas de los árboles de aquel lugar, las encendieron y las portaron. Así, los cinco adalides de Jiatory, comenzaron el camino de regreso, esta vez con la compañía de un dios, el cual los escudó durante todo el trayecto. 
  Una vez en el desierto, se dirigieron a la región en la cual se encontraba el encargado de generar sufrimiento a los Karí-Karú.
Comenzaron a caminar por medio de la tormenta, todo el peligro los sorteaba, ningún grano de arena era capaz de rozarles la piel. Pero la verdad se iba desvelando a medida que más se adentraban en aquella pesadilla.
Lo primero que pudieron observar fue como un niño se hallaba postrado, inmóvil, y sin ningún rastro de piel. La imagen provocó pánico en uno de los acompañantes de Tirri, y comenzó a huir despavorido. Lo único que logró fue añadir una pincelada más a aquel tétrico cuadro.
  El resto continuó avanzando, ignorando toda la muerte que les rodeaba. Finalmente, llegaron al centro. Un grupo de personas, aún con vida, seguía de rodillas adorando a su opresor.
  En ese instante, una gran bestia de arena comenzó a dejarse ver en medio de la tormenta.
- Patéticos humanos, ¿Por qué no se encuentran adorando a su dios? Arrodillaos en este instante y tendré más consideración al momento de ejecutaros.
  Fue entonces, cuando Amandao vislumbró la pequeña antorcha que era portada por Tirri. El mismo pavor que se había generado en el hombre al ver a un niño desollado, se apoderó del gobernante al ver la tenue llama, y de la misma manera huyó.
  Los Karí-Karú supervivientes, se regocijaron al sentir la libertad e intentaron adorar a los provenientes de Terra, pero estos les respondieron que toda su gratitud debían recibirla Jiatory y  su heredero.
  Agradecidos, los habitantes, tanto de Terra como los de la tribu vecina, comenzaron a conservar el fuego en grandes hogueras. Fue un día, cuando Jiatory se hizo presente en el Gran Desierto de Tabicua. 
  Todos los que se encontraban en su presencia lo adoraron de rodillas. Esto agradó al dios y, por haber mantenido a su hijo, les dio parte del don de la creación. De este modo los humanos podrían crear al fuego por sus propios medios y, así, mantendrían a la llama viva.

FIN